La Armada de Brasil gastó más de 37,2 millones de reales (unos 7,1 millones de dólares) para hundir en febrero en el Atlántico el portaviones Sao Paulo, que se encontraba fuera de servicio y que estuvo flotando sin rumbo durante meses, tras el rechazo de los puertos para aceptarlo por los materiales tóxicos que llevaba en su casco.
En el operativo trabajaron 298 militares, según informaciones del Estado Mayor de la Armada, que respondió a una solicitud vía Ley de Acceso a la Información (LAI) del portal G1.
El buque Sao Paulo, de 32.000 toneladas, 265 metros de eslora y capacidad para transportar 40 aeronaves, fue construido en Francia en 1963. La Marina de Brasil lo incorporó a su flota en 2001 y fue desactivado en 2017. Era el único portaviones de este tipo que poseía.
El casco fue vendido a la empresa turca Sök en 2021, por 10 millones de reales (unos 2 millones de dólares) y, el 4 de agosto de 2022, salió del muelle de la Armada en Río de Janeiro rumbo a un astillero en la ciudad turca de Aliaga, donde sería desmantelado y reciclado.
En aquel momento, el Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (Ibama) consideró que un posible hundimiento del buque podría provocar la muerte de especies y el deterioro de los ecosistemas, ya que contenía en su estructura 9,6 toneladas de amianto.
El 29 de agosto de 2022, las autoridades turcas anularon el permiso para que ingresase en sus aguas, tras no recibir los informes solicitados sobre el inventario de materiales tóxicos del buque.
Cancelada la autorización de Turquía, Ibama ordenó el regreso a Brasil del Sao Paulo. Cuando la embarcación llegó al estado de Pernambuco, el gobierno se negó a recibirlo por el riesgo ambiental.
Tras meses de disputa sobre sus destino, finalmente, el 20 de enero, la Marina tomó su control y lo llevó hasta una zona segura en caso de un hundimiento no programado.
En febrero, se llevó a cabo la operación de hundimiento del Sao Paulo, en aguas de jurisdicción brasileña, a 350 kilómetros de la costa del estado de Pernambuco, y a una profundidad de aproximadamente 5.000 metros.
Los ambientalistas consideran el hundimiento como «una catástrofe anunciada». El director de Programas de Greenpeace Brasil, Leandro Ramos, aseguró entonces que la decisión de sumergir el barco «se tomó sin una evaluación adecuada de los daños que el amianto y otras sustancias tóxicas presentes en el casco del barco podrían causar al ecosistema marino».